Me hablaba hace poco David, un buen amigo y excompañero de ENCAMINA, sobre la importancia de entender el concepto de «valor añadido» y como tenerlo presente en nuestro desempeño profesional diario.
«Valor añadido» es ese término tan sobado y desgastado en la actualidad que a veces se utiliza equivocadamente justo en el sentido contrario (por ejemplo: para referirse al incremento de precio que le pone un intermediario que realmente nada aporta).
Siendo más precisos, Cadena de Valor es un término acuñado por Porter (nada menos que en 1985) que considera a las principales actividades de una empresa como los eslabones de una cadena de actividades, las cuales van añadiendo valor al producto a medida que éste pasa por cada una de ellas. En Wikipedianos dicen que el valor añadido es el valor adicional que adquieren los bienes y servicios al ser transformados durante el proceso productivo. En otras palabras, el valor económico que un determinado proceso productivo adiciona al ya plasmado en las materias primas utilizadas en la producción.
Según lo anterior el valor añadido es algo inherente a casi cualquier producto o servicio que se entrega a un cliente, aunque la gente de marketing hablamos de valor añadido casi como algo adicional a lo esperado en el producto o servicio entregado, más como valor diferencial.
Sin embargo, en esta época de escasez y crisis, me aseguraba un directivo que las empresas debemos revisar todos nuestros procesos y eliminar cualquier valor añadido por el que el cliente no esté dispuesto a pagar. En este apartado se podía incluir, peligrosamente, ingredientes como como el desarrollo de la marca, inversiones en fidelización, innovación, formación de empleados y desarrollo de talento, relaciones institucionales, RSC, etc., etc.
Básicamente, según este directivo, se trataría de llevarlo todo a la marca blanca, a la transacción dura y a dar lo estrictamente necesario al menor precio posible para ser competitivo y sobrevivir, porque el cliente no está dispuesto a pagar por nada más. Parece ser que ese es el paradigma hoy de supervivencia empresarial más extendido.
La cuestión que me surge es ¿Es esto verdad? ¿No quiere nadie pagar por el valor añadido extra? ¿y por el valor diferencial? ¿No tenemos más remedio que pelar el producto o servicio al mínimo y olvidarnos de eso que lo hace un poco especial y nos hace, junto al cliente, un poco más felices?
Yo creo que no. Los que decimos que pensamos en colores (eso decimos en el equipo de ENCAMINA), no podemos aceptar un trabajo tan plano, tan falto de ingenio, cariño o de color… Sin embargo, sí creo que debemos revisar tanto a nivel personal o como a nivel organizacional todo lo que hacemos por que sí (ya sea porque antes lo hacíamos o porque asumimos que es bueno, sin más), y asegurarnos que cada hora de nuestro tiempo y cada euro de los recursos de nuestra empresa están invertidos para resolver una necesidad real y valorada directa o indirectamente por nuestro cliente final.
Hace unos día puse un cartel en mi mesa que invitaba a mis compañeros a preguntarme cuando se acercaran a ella si «en esos momentos estaba realizando una tarea realmente necesaria para mi empresa y mi equipo«. Mi intención era hacerme más consciente de la utilidad real de cada una de mis tareas y enfocarme a lo que de verdad es importante que haga, según la estrategia y planes de mi empresa.
Hay que decir que salvando a mi compañero Pep (al cual le estoy muy agradecido), a nadie le interesó mucho esta invitación (seguramente no muy comprensible sin una adecuada explicación). Al menos, a mi sí me sirvió.
…
En cualquier caso, yo digo convencido:
Sí al valor añadido. Sí al valor diferencial. Sí a repensarse nuestras actividades diarias para ganar productividad y reconocimiento ante el cliente. Sí a pensar en colores.